Vivir solo cuesta vida

El tipo había estado charlando con una amiga sobre actos, impulsos y consecuencias. "Me desconcertaste, la mayoría de los tipos no piensan así", había dicho ella. El tipo le había dicho que no hizo algo que realmente quería hacer porque pensó en las consecuencias a mediano plazo.
Días después el tipo meditaba sobre si invitar o no a alguien a probar un vino que compró. O mejor dicho: sobre si darse por aludido por la frase de ella cuando el tipo le sugirió que se lo compre porque era muy rico -"primero tendría que probarlo", había dejado picando unos días antes con desparpajo la casi treintañera-. El tipo sabía de antemano que no iba a darse por aludido pero el solo poder considerar la posibilidad producía un efecto satisfactorio en su autoestima.
En eso andaba el tipo cuando se encontró en un blog con el siguiente párrafo, obviamente referido a alguna gente mayor, escrito por alguien probablemente muy joven:
Yo las comprendo porque se que voy a llegar ahí y voy a sentir el mismo pesar y la misma ansiedad. Cada día realmente puede ser el último. A la vuelta de la esquina ya no hay un choque fortuito con el hombre de tu vida, lo que hay a lo sumo es un vendedor de celulares. La vida no es algo especial y el corazón ya no sufre estampidas.
Es cierto que a mucha gente se le ha encallecido el alma con el correr del tiempo, las desilusiones, los infortunios y tantos otros avatares de la existencia. A algunos, incluso, desde edad temprana.
Pero la mayoría sigue soñando con que a la vuelta de la esquina esté el choque fortuito con el hombre o la mujer de tu vida -si es que todavía ese choque no se produjo-, sigue pensando que la vida es algo especial y el corazón sigue sufriendo estampidas.
Lo que ocurre es que "vida" a partir de determinada edad ya no es la promesa del futuro interminable. El horizonte está a la vista.
Como cada día puede ser el último, ese algo especial que es la vida puede acabarse mañana. "Para toda la vida" puede significar para hoy y mañana. Y el corazón en estampida puede desbarrancarse en el abismo de la nada antes de haber logrado tomar impulso.
Ganas e ilusiones sigue habiendo. En todo caso, algo menos de confianza ciega en la propia infalibilidad, después de una dosis apropiada de cagadas. Lo que no hay es tanto tiempo para desperdiciar. El tipo ha visto sesentones largos empezar nueva vida y nueva familia y beberse los vientos y veinteañeros tan cagones que dan vergüenza ajena.
Puestas las cosas en esa perspectiva, la diferencia sigue siendo, a cualquier edad, la que hay entre la inconciencia y el valor, entre la cobardía y la mesura, entre el resentimiento y la esperanza.

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