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Optimismo y pesimismo

Me lo afané de acá . OPTIMISMO Y PESIMISMO El tipo se hace pesimista, por lo general, a fuerza de ir viendo lo que les pasa en la vida a los optimistas. Hay un optimismo capaz de producir pesimis­mos: y es el de los optimistas que enajenan el presente, que desatienden la hora en que se vive a fuerza de anticiparse un futuro prodigioso de esa hora. Aspirar a la plenitud es un modo de conspirar contra ella. Quien aspira a mucho, en efecto, siempre se siente defraudado por lo que pudo, luego, conseguir. Cada hora de la vida tiene una riqueza, un significado y un sentido. Cuando el tipo no apro­vecha esa riqueza, no advierte ese significado, no entiende ese sentido, ha sufrido una pérdida que ya con nada podrá compensar. No es optimismo auténtico el de quien espera confiado a que la realidad llegue a tener el tama­ño de sus sueños: lo es, en cambio, aquel capaz de vivir su sueño como una realidad. Esperar a que una ilusión se realice, es una falta de respeto para con la ilusión. Esperar a

Spasiva

El jefe del tipo había decidido que todos los viernes iban a salir a almorzar, junto con el personal que quisiera acompañarlo. La empresa pagaba. Luego de un par de intentos por los bodegones del barrio, recalaron en ese barcito, en una esquina a tres o cuatro cuadras del laburo. Entraron, se sentaron y cuando empezaban a comentar qué buena temperatura tenía el lugar (refrigerado pero sin exagerar), apareció una de las hermanas que atienden el lugar. Todos los ojos de los muchachos (había una sola chica en el grupo) convergieron en el mismo lugar: El escote de la rusita.  Bonita, joven, con el rostro cortés pero adusto, ostentaba una remera con breteles de hilo cuyo escote dejaba ver generosamente la curva de sus pechos hasta el límite de la sorpresa. Y una alianza en su anular izquierdo. Pidieron de comer cada cual según su gusto. La otra hermana (camisita manga corta, pantalones de hilo) se ocupó de servir. Bajo la ropa holgada se notaba un buen cuerpo. En su cara bonita destacaban d

Chapas voladas

Estábamos en la casa de G. Era un departamento precioso a una cuadra del Congreso que tenía dependencias de servicio y balcón terraza. G. era el único varón de la familia, así que esas dependencias (un cuartito con baño propio y con la salida de servicio al lado) se habían convertido en su propio monoambiente con la cocina compartida. El balcón terraza con barandal de madera hacía de patio. G. no andaba muy bien de ánimos.  Se había peleado con una novia, o una mina no había querido salir con él, algo así… Él y yo éramos amigos desde los 13, más o menos, cuando nos conocimos en una vereda de Barracas. Yo vivía en la ochava y él pasaba por ahí todos los domingos con su familia cuando iban a la iglesia que estaba a mitad de cuadra. Ahora él tenía 19 y a mí me faltaban tres meses para cumplirlos. A G. le gustaba autodefinirse como “tracción a sangre”. Combinaba con naturalidad un dominio exquisito de la técnica –era técnico instrumentista egresado de la Escuela Fábrica de la Shell de Dock