Consumiéndonos

"Yo antes escribía, ahora solamente puteo", le dijo alguien al tipo.
Otro por ahí se quejaba de que en su época oscura escribía mejor.
Después -o antes- el tipo leyó un cuentito bastante escabroso cuya lectura por el autor en giras de presentación, según el diario, había provocado vómitos y desmayos en el auditorio. La primera pregunta que al tipo le vino a la mente fue "¿quién necesita escribir cuentos así?".
El autor, en nota aparte del mismo diario, lo explica: "Mi objetivo era escribir un nuevo tipo de historia de terror, algo basado en el mundo común y corriente, sin monstruos sobrenaturales ni magia". Básicamente: dar una nueva vuelta de tuerca a la apuesta efectista.

El tipo se acordó de un reportaje a Joan Manuel Serrat en el que el cantautor se refería al deletéreo efecto de la industria musical sobre la música popular.
Decía Serrat que antiguamente los episodios, acontecimientos, leyendas, enseñanzas populares, eran recogidos en poemas y canciones que los juglares repetían de boca en boca.
Con el advenimiento de los soportes para el sonido, las obras más populares fueron llevadas al disco, la cinta, el cassete, etc., como forma de hacerlos perdurar y transmitirlos.
Pero las exigencias de la industria habían subvertido radicalmente esto: con el arte convertido en mercancía de consumo masivo, el objetivo de la industria no es preservar el acervo de las culturas populares y distribuirlo, sino vender cuanto pueda y obtener la máxima renta posible.
Ahora el autor compone y musicaliza para publicar una cantidad obligada de "arte" en períodos constreñidos por un contrato. A posteriori se convence al público de que eso que le quieren vender es lo bueno. Puede que lo sea, como puede que no.
El diccionario de la Real Academia define "arte" como:
  1. amb. Virtud, disposición y habilidad para hacer algo.
  2. amb. Manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros.
No parece totalmente adecuado el vocablo "desinteresada": siempre hay un interés, aunque no sea material o económico.
Si lo que uno tiene para decir son puteadas, y bueno... ese es su interés: que sean.
Y si no hay nada para decir, y bueno...
En todo caso, uno se queda pensando que la línea pasa (o: debería pasar) entre el interés en decir lo que uno tiene para decir y el interés en decir lo que uno -o la editorial, o la discográfica, o la galería- piensa que los otros quieren que diga para que se lo "compren" y todos "ganen"...

Dice Eduardo Galeano: se trata de lograr un lenguaje que sea capaz de transmitir electricidad de vida suprimiendo todo lo que no sea digno de existencia. Para mí siempre ha sido fundamental la lección del maestro Juan Carlos Onetti, un gran escritor uruguayo muerto hace poco, que me guió los primeros pasos.
Siempre me decía: "Vos acordate aquello que decían los chinos (yo creo que los chinos no decían eso, pero el viejo se lo había inventado para darle prestigio a lo que decía); las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio". Entonces cuando escribo me voy preguntando: ¿estas palabras son mejores que el silencio?, ¿merecen existir realmente?
Hago una versión, dos o tres, quince, veinte versiones, cada vez más cortas, más apretadas: edición corregida y disminuida.

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