Antitéticas

La rubiecita había subido al bondi primero. Una clásica universitaria veinteañera. Ojos claros de mirada atenta aunque lejana, saquito negro sobre remera sobre musculosa, pantalón negro tipo vaquero, cartera tipo alforja y carpetas.
La morocha subió después. Retacona, con obvia ascendencia guaraní. Un poco rellenita, prácticamente sin cintura. Con una pollera cortísima que dejaba ver las piernas, siempre delgadas, de ese tipo de mujer. Pechos firmes, generosos pero no grandes, cuyas tres cuartas partes quedaban ostentosamente a la vista, levantados por un pushup y apenas cubiertos por un top fucsia cruzado, alevosa e intencionalmente abierto. El tipo notó su presencia cuando levantó los ojos en un descanso de su lectura y revoleando la vista se encontró primero con su escote y luego con la mirada intensamente violenta de sus ojos oscuros. La morocha buscaba hacerse notar, ostensiblemente. No con esa actitud falsamente seductora de las prostitutas, sino con acentuada agresividad. Miraba desafiante, casi patotera, a quien la mirara, como diciendo "¿¡qué mirás!?". "Esta mina debe tener problemitas", pensó el tipo distraído de su lectura.
El asiento doble delante del tipo se vació. Primero se sentó la rubiecita, hacia el lado de la ventanilla izquierda del bondi. La morocha se le sentó al lado. En ese momento el tipo pudo ver que traía un par de bolsas. También vio su pelo negro, hirsuto y rebelde, con algo de caspa. Recién ahí la rubiecita la vio. Su mano, que acababa de meter en el bolso para sacar los auriculares del walkman, quedó congelada. La miró como si no pudiera creer lo que veía. Alejó la cabeza, incluso, diez centímetros hacia la ventanilla para abarcar mejor el conjunto a su lado. Se colocó los auriculares, mirando de costado una y otra vez. El tipo se imaginó toda clase de pensamientos referidos a la cuestión de género emergiendo en tropel de la cabeza de la rubiecita, que sacó un libro y lo abrió sobre el bolso que apoyaba en la falda. Empezó a leer, pero volvió a alejar la cabeza para mirar a su compañera de asiento. A esas alturas, la morocha, que atraída por el libro intentaba ver de qué se trataba, se percató del desconcierto de la otra. Entonces, agregando obscenidad a la provocación, se despatarró un poco en el asiento y, ajena, llevó los dos brazos hacia arriba, tomándose del pasamanos de su propio asiento y ofreciendo con los brazos abiertos sus pechos semidesnudos al estupor, el desconcierto y el pudor ajeno generales y la lascivia de uno que otro par de ojos desorbitados.

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