Hagan sus apuestas...

En una época, si el pozo superaba los, digamos, cinco o seis palos, el tipo se tentaba y, como el que no quiere la cosa, cada semana entraba a una agencia y se jugaba uno, tal vez dos cartoncitos del Loto. Nunca embocó nada. Y la verdad es que nunca cifró mayores expectativas en que tal cosa ocurriera. Era algo así como un resabio de compulsión por el juego, que le venía de su abuelo -jugador compulsivo- y de su padre -jugador social, si es que puede copiarse la adjetivación del ámbito de la bebida-. Como que era tentador, ese pozo inmenso ahí.
Hay jugadores que viven pendientes del tema. Para ellos hay una trampa adicional, puesta ahí desde tiempos inmemoriales: esos premios que superan, apenas, el valor de lo apostado, como diciendo "y dale, si ya la habías perdido, ahora para qué vas a abandonar... probá de nuevo".
A veces existen relaciones así entre las personas. Una de ellas se tienta con la otra (o se tientan mutuamente, vaya a saber uno...). A veces, una de ellas pasa por estados en los que -como el jugador- cree tener asegurado el premio mayor, poco a poco desciende de su euforia y, al final, como con desgano, sigue apostando, cada vez más chiquito, cada vez más espaciado. Nunca emboca nada. Y cuando ya parece que es hora de abandonar el juego, la banca regala un premio chiquito que más que un premio es una promesa velada, como diciendo "y dale, si ya la habías perdido, ahora para qué vas a abandonar... probá de nuevo".

El tipo abandonó el Loto hace como cinco años...

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