Mutaciones

El tipo andaba en plan de mudanza. Había decidido salir de recorrida por las inmobiliarias de la zona y se mandó para el lado comercial del barrio, donde conviven varias de ellas unas junto a otras en un radio de pocas cuadras.
El tipo se detenía ante cada una de ellas y estudiaba atentamente la oferta de las tarjetas, mirando la vidriera con la ñata contra el vidrio: la casa despampanante y con valor de seis dígitos en dólares, el chalet venido a menos, el PH a refaccionar, el depto coqueto pero chiquito, el depto grande pero oscurísimo...
A la hora, o algo así, ya tenía una ensalada en el coco y trataba de agrupar con alguna lógica la variadísima muestra que venía recolectando. ¿Qué sería lo mejor? ¿Privilegiamos la zona, aunque sea más chico el PH...? ¿Elegimos el más lindo, aunque nos quede en el culo del mundo...? ¿El PH aquél a refaccionar, que está a diez cuadras de casa, o el depto ese que es impresionante, pero tiene un ambiente menos...? ¿Compramos barato y gastamos lo que nos queda en arreglar a nuestro gusto, o ponemos lo que hay y lo que no hay y compramos como para mudarnos ya...? ¿Qué hacer? La ansiedad se iba apoderando de él, las opciones iban creando una enorme bola de nieve que crecía a cada momento, sometiéndolo a la presión de tener que optar entre cosas tan diferentes.
En eso venía cuando a mitad de una cuadra entre dos inmobiliarias, pasó por un local cerrado. Un clásico de los noventa, con seguridad había sido un banco, o una financiera, o una casa de cambio: frente amplio y con detalles de arquitectura, vidrieras de cristal templado esfumado en tono verde para impedir el paso del sol, la evidencia de una puerta giratoria amurallada en un cilindro de acero inoxidable, un umbral amplísimo de sección triangular, ya que el frente hacía ángulo a treinta grados con la línea de la vereda.
En el umbral, una incontable cantidad de objetos de todo tipo y tamaño, coronada por dos colchones totalmente desvencijados, uno con los resortes afuera. Sobre un costado, una improvisada mesita con un termo y un mate, un par de atados indescifrables de ropa, mantas y vaya a saber uno qué.
Toda la instalación rebosando mugre, servía de habitáculo a un hombre en los cuarenta, barba y pelo renegridos e hirsutos enmarcando un rostro que al tipo le recordó a los daguerrotipos de Facundo Quiroga. El hombre miró al tipo fijo, con unos ojos verdeazules limpios y directos y con esa mirada inconmovible e impenetrable de quien ha visto demasiado.
En ese preciso instante, la inmensa bola de nieve de sus ansiedades y angustias se derritió hasta dejar una microscópica bolita que lograba, apenas, superar la insignificancia.

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