Pequeñas monstruosidades cotidianas

El tipo había salido del laburo y estaba en la parada, esperando el bondi.
Distraídamente, se alejó del sol - que a pesar de la hora todavía pegaba duro- y se apoyó contra la pared. No era exactamente una pared, sino la parte de la pared que quedaba debajo de un ventanal formando una especie de mostrador. En la parada, otro hombre esperaba el bondi.
Minutos después llega un pibe -15, 16 años a lo sumo- y se para a la izquierda del tipo, acodado en la mocheta, mirando hacia el fondo de la avenida por donde debía venir el colectivo.
De pronto, el tipo ve que el hombre de la parada mira con desconcierto hacia el pibe.
El tipo gira la vista y ve que el pibe se lleva a la boca una bolsa de nylon con otra bolsa adentro, en típica actitud de inhalar pegamento. Chupa de la bolsa, retiene la respiración durante diez segundos formando un globo con los cachetes y exhala.
Sin tiempo para reaccionar, el tipo se queda helado. Una extraña congoja se apodera de sus entrañas. No es la primera vez que ve pibes con bolsitas de pegamento, pero nunca tan cerquita, y nunca tan infraganti.
"¿Por qué?"-es lo primero que piensa el tipo- "¿Qué lo habrá llevado a esto...?"
El tipo y el hombre de la parada cruzan fugazmente una mirada.
Un par de minutos después, el pibe hace ademán de acomodar la bolsa para repetir el movimiento. El tipo se electriza, pero duda y la duda lo paraliza.
"¡No!", piensa. "¡Al menos no delante mío, no me hagas cómplice por omisión!".
Mira la ropa del pibe y no puede explicarse por qué está ahí haciendo eso.
Su ropa -remera negra y bermuda negra con vivos naranjas- denota cierto cuidado, tiene buenas zapatillas, no parece el clásico chico de la calle.
El pibe casi llega a su boca con la bolsita de nylon, el tipo duda si estirar la mano y detenerlo. No sabe qué hacer. No se decide a intervenir, pero no se banca no hacer nada.
De pronto, el pibe hace un gesto, se endereza y se pone en movimiento hacia la parada.
En ese momento, la bolsa se mueve y deja ver, en su interior, un sachet de yogurt. El tipo queda totalmente confundido por el descubrimiento y casi tiene que correr para no perder el bondi, que el pibe estaba parando. Una vez en el bondi, todavía turbado, el tipo pide el boleto sin dejar de mirar incrédulo al pibe.
Todo el resto del viaje, una parte de la mente del tipo trataba de explicarse su evidente vacilación a la hora de decidir un curso de acción. Por alguna extraña razón, el tipo sentía que no había estado a la altura de las circunstancias.
Es que no podía olvidar aquella conversación con una compañera de un laburo anterior acerca de las pequeñas, casi invisibles corrupciones diarias de nuestro espíritu.
Esas que se producen ante la insoluble paradoja de saber, positivamente, que está definitivamente mal que un chico duerma en la calle y la inevitabilidad de pasar de largo porque no está en las manos de cada uno resolver individualmente un problema colectivo.
"Y uno -le había dicho el tipo a su compañera ese día-, cada vez que pasa de largo porque no puede hacer otra cosa se corrompe imperceptiblemente un poquito, porque aunque sepa que no es personalmente responsable, sabe también que no debería ocurrir y lo tolera, es un cómplice obligado de la situación".
La otra parte de su mente intentaba comprender por qué el pibe habría hecho toda esa pantomima: ¿sería algo que alguna vez hizo y lo estaba recordando...? ¿Sería algo que pensaba hacer y lo estaba practicando...? ¿Era, nomás, una de esas típicas provocaciones adolescentes a los dos viejos chotos que lo miraban...?
¿O, mucho más pura y simplemente, el pibe tomaba yogurt, y el tipo y el hombre de la parada reaccionaron con todos los prejuicios y las prevenciones que esta bendita ciudad de Buenos Aires nos ha ido inculcando tras años y años de decadencia...?

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