Mirando atrás: Cese de hostilidades

Entre una cosa y otra, llegó el cumple del tipo, que como es habitual aportó las correspondientes facturas para el desayuno. Invitó a todos en general y cada uno fue pasando por la bandeja y por el escritorio del tipo para los consabidos saludos, felicitaciones, etc.
Ella no fue la excepción. Se acercó, le deseó un feliz cumpleaños, le dió un beso, preguntó cuántos, hizo las observaciones de costumbre ("¿sí? no parece, para nada...").
El tipo sobrellevó el asunto entre monosílabos y medias sonrisas y siguió con su laburo.
Al tiempo, mientras el tipo esperaba la partida del micro en su asiento habitual, mirando por la ventanilla hacia el cielo soleado, escuchó una voz que le decía: "Perdón, ¿puedo sentarme acá?". Se volvió sorprendido para encontrarse con ella, que con una sonrisa traviesa y una mirada cómplice hacía lo que el tipo le había hecho con anterioridad.
El tipo contestó que sí, obviamente, y en el camino descubrió que quizás no fuera actitud sobradora la de ella el día en que prácticamente no le contestó. Al tipo no le salía algo muy diferente. Pero de a poco, sin embargo, se abrió un diálogo en el que, aunque todavía acechándose, ambos, cuidadosamente, casi con sutileza, buscaban temas de charla más o menos anodinos y generales, vinculados al laburo, o a lo que cada uno hacía o le gustaba.
A partir de ese día la rutina cambió imperceptiblemente. El tipo pasaba hacia el fondo al subir y emitía un día sí y otro no un casi inaudible "buenos días", a lo que ella y su compañera respondían, un día sí y otro no.
La situación fue encontrando su cauce, y palabra va, palabra viene, al tiempo ya el tipo se sentaba al fondo y charlaba un poquito con ambas, esas charlas semiincómodas y un tanto entrecortadas, que se interrumpen con brusquedad cuando los interlocutores no se conocen el ritmo y el temario y dudan de cuándo hacer su comentario o de por dónde seguir.
En el laburo la cosa seguía igual, hasta que el tipo un día se sentó sobre el escritorio del compañero de isla de ella, mate y termo en mano, mientras charlaban con el otro sobre un tema laboral.
Ella, sorpresivamente, se dio vuelta y a boca de jarro lo conminó casi: "¿no me convidás un mate?".
El tipo se lo alcanzó y le avisó que a partir de ese momento quedaba oficialmente inscripta en la ronda (que se extendía por varias islas) y, efectivamente, de ahí en más fueron pocos los días en que cuando ella llegaba no la recibiera con un mate. Y si el tipo se distraía, ella se lo reclamaba.
Tanto así que a un cumpa que ya venía chuceándolo al tipo cada vez que lo pescaba mirándola, se sumó otro que cada tanto ponía en escena una imitación de ella elogiándole los mates, lo que no hizo más que reforzar la idea de partir. Las tratativas para cambiar de laburo estaban en marcha, alentadas además por el hecho de que el cambio resultaba bastante ventajoso económicamente.
Un día y sin pensarlo mucho, el tipo le preguntó si quería que le guarde un lugar. Ella le dijo que bueno. A partir de entonces, con cierta frecuencia volvían juntos y charlando. De a poco se fueron aflojando. Empezaron a contarse sus historias, se hablaron de sus familias. Las distancias se acortaban vertiginosamente y las afinidades afloraban cada vez más naturalmente, distendiéndolos pero preocupándolos a ambos.

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